viernes, 17 de octubre de 2025

Comprender al niño más allá de lo que vemos:

 Conciencia, inconsciente y desarrollo en la infancia

Cuando empezamos a formarnos como docentes, muchas veces pensamos que enseñar es, sobre todo, transmitir contenidos: leer, escribir, sumar, restar… Pero muy pronto descubrimos que enseñar también es comprender. Comprender por qué un niño se enoja sin razón aparente, por qué otro no puede quedarse quieto, por qué una niña se esconde cuando se le pide participar, o por qué algunos chicos repiten conductas que parecen “inmaduras” aunque ya tengan 10 o 11 años.


Para poder acompañarlos con sentido, necesitamos conocer algunas ideas clave de la psicología educacional, especialmente aquellas que nos ayudan a entender que no todo lo que guía a un niño está a la vista. Gran parte de lo que siente, piensa o hace está influido por cosas que ni él mismo conoce del todo. A eso lo llamamos el inconsciente.


1. ¿Qué es el inconsciente? ¿Y por qué importa en la escuela?

Imaginá que la mente humana es como una casa. Lo que vemos desde afuera —las ventanas abiertas, las personas hablando, las luces encendidas— sería lo consciente: aquello de lo que somos plenamente conscientes en este momento (por ejemplo, que estás leyendo esto, que sentís frío o que recordás una tarea pendiente).

Pero dentro de esa casa hay muchos cuartos cerrados, pasillos oscuros, cajones olvidados. Ahí guardamos recuerdos de la primera infancia, emociones fuertes que no pudimos expresar, miedos antiguos, deseos que aprendimos a callar… Ese es el inconsciente: un lugar donde se almacenan experiencias, especialmente de los primeros años de vida, que siguen influyendo en cómo nos relacionamos, cómo reaccionamos y cómo aprendemos, aunque no nos demos cuenta.

¿Por qué es importante esto para un docente?
Porque muchas conductas escolares —la agresividad, la distracción, el miedo al error, la necesidad excesiva de aprobación— no son “caprichos” ni “falta de disciplina”. Pueden ser expresiones de algo que el niño no puede nombrar, porque ni siquiera lo tiene claro en su mente consciente. Por ejemplo, un niño que vio peleas violentas en su casa puede reaccionar con mucha ansiedad ante un simple reclamo del maestro, porque su cuerpo “recuerda” situaciones de peligro, aunque su mente no lo sepa.


2. La conciencia como “cáscara protectora”

Freud, uno de los fundadores del psicoanálisis, comparaba la mente con una cebolla o una fruta con cáscara. La cáscara representa la conciencia: es delgada, frágil, pero fundamental. Es la parte que nos permite pensar antes de actuar, controlar impulsos, respetar normas y convivir en sociedad.

Dentro de esa cáscara están los impulsos primarios: deseos de satisfacción inmediata, enojos intensos, celos, miedos… En los primeros años de vida, los niños actúan mucho desde esos impulsos (por eso un bebé llora cuando tiene hambre, sin importarle si es de noche o si los padres están cansados). Pero a medida que crecen, van desarrollando esa “cáscara” gracias a la educación, el afecto y los límites.

Como docentes, nuestro rol no es reprimir esos impulsos, sino ayudar a los niños a nombrarlos, entenderlos y regularlos. Por ejemplo, en lugar de decir “¡No grites!”, podemos decir: “Veo que estás muy enojado. ¿Querés contarme qué pasó?”. Así, lo ayudamos a pasar de la reacción impulsiva a la reflexión consciente.


3. Los límites no se imponen con gritos, sino con afecto

Una idea muy importante es esta: el niño solo acepta los límites de quien quiere. Si un adulto no ha construido un vínculo de confianza con un niño, sus órdenes suenan como ruido. Pero si el niño siente que ese adulto lo cuida, lo escucha y lo valora, entonces el límite no es una imposición, sino una guía.

Esto no significa ser “amigo” del alumno, sino ser una figura de autoridad afectiva: firme cuando es necesario, pero siempre desde el respeto. Los niños temen más perder el cariño de un adulto significativo que recibir un castigo. Por eso, frases como “Me duele que hables así” o “Confío en que podés hacerlo mejor” suelen ser más efectivas que los gritos o las amenazas.


4. Maduración no es lo mismo que edad cronológica

A veces decimos: “¡Pero si tiene 9 años, ya debería saber comportarse!”. Sin embargo, la maduración —el desarrollo real de las capacidades emocionales, sociales y cognitivas— no siempre coincide con la edad que dice el documento.

Un niño puede tener 8 años, pero si ha vivido situaciones de abandono, violencia o negligencia, su desarrollo emocional puede estar más cerca del de un niño de 5 o 6. Esto no es “culpa” del niño, sino una consecuencia de su historia. Como docentes, debemos ajustar nuestras expectativas a su nivel de desarrollo real, no al que “debería” tener.

Además, hay conductas que no son inmadurez, sino lealtad afectiva. Por ejemplo, un preadolescente que reacciona con violencia si alguien insulta a su madre no está “siendo chiquito”; está defendiendo un vínculo que para él es sagrado. En esos casos, no sirve decir “calmate, es solo una palabra”. Es mejor reconocer su sentimiento: “Entiendo que te dolió mucho. Pero en la escuela cuidamos que nadie se lastime, ni con palabras ni con golpes”.


5. El entorno familiar deja huellas en el aula

Los niños no llegan a la escuela como hojas en blanco. Traen consigo todo lo que han vivido en sus casas: cómo se habla, cómo se resuelven los conflictos, si hay cariño o tensión, si se respeta la intimidad o no.

Por ejemplo, si un niño ha visto conductas sexuales entre adultos en su hogar (como parejas besándose o tocándose sin privacidad), puede reproducir esos gestos en la escuela, no por “maldad”, sino porque eso es lo que ha aprendido como “normal”. A esto se lo llama erotización temprana, y es una señal de alarma que requiere atención, no castigo.

En estos casos, la escuela no debe juzgar a la familia, pero sí proteger al niño. Y eso incluye hablar con los padres (con respeto), derivar a servicios de orientación y, sobre todo, ofrecer en el aula un espacio seguro, predecible y respetuoso del desarrollo infantil.


6. Sentido de pertenencia: “Yo soy parte de este lugar”

Finalmente, un concepto clave es el sentido de pertenencia: la sensación de que uno cuenta, de que es parte de un grupo (la familia, el aula, el barrio). Los niños necesitan sentir que son queridos y reconocidos tal como son.

Cuando un adulto dice: “Vos no sos de esta familia” o “Acá no te queremos”, no solo hiere los sentimientos del niño: le quita su lugar en el mundo. Eso puede generar inseguridad, rebeldía o retraimiento.

En la escuela, podemos fortalecer el sentido de pertenencia con pequeñas acciones:

  • Usar el nombre del niño con cariño.
  • Celebrar sus logros, por pequeños que sean.
  • Incluirlo en decisiones del aula (“¿Ustedes qué opinan?”).
  • Mostrar que su presencia importa: “Me alegra que hayas venido hoy”.

Conclusión: Ser docente es también ser intérprete del mundo interior del niño

Formarse como docente no es solo aprender a planificar clases o corregir cuadernos. Es aprender a mirar con ojos compasivos, a preguntarse “¿qué hay detrás de esta conducta?”, a reconocer que cada niño trae una historia única, y que nuestra tarea es crear las condiciones para que esa historia pueda seguir escribiéndose con dignidad, seguridad y esperanza.

No se trata de ser psicólogos, sino de entender que enseñar es, ante todo, acompañar seres humanos en proceso de crecimiento. Y para eso, necesitamos conocer no solo qué enseñar, sino quién está del otro lado del aula.

Este enfoque no solo mejora el clima escolar, sino que transforma la enseñanza en un acto profundamente humano. Y eso es, al fin y al cabo, lo que nos convoca a ser maestros.


Apuntes de Clase de Psicología Educacional. PEP - ISET

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