jueves, 12 de marzo de 2009

Carta a la madre de un toxicómano - Antonio Escohotado

No hay drogas buenas y malas, sino usos sensatos o insensatos de las mismas, según el
autor, para el que en torno a este interesante equívoco se ha montado un negocio del que se
benefician quienes defienden, tratan o reprimen un mal inventado por la prohibición, que florece
con el mercado negro y la ilegalización.
Muy señora mía: comprendo y comparto sinceramente el sentimiento de impotencia que le impulsa a
formar grupos de protesta y manifestarse por las calles pidiendo soluciones para un asunto que
empeora cada día. Por eso mismo le propongo detenerse un momento a reflexionar, ya que no
conocemos una cosa simplemente por padecerla en nuestra carne, sino cuando llegamos a entender de
dónde nace.
A usted, la propaganda oficial le ha dicho que hay, por una parte, "La Droga", y por otra parte las
medicinas de la farmacia, y por otra los productos vendidos en las tiendas de alimentación y los
estancos. Unos llevan a la muerte, otros a la vida y los terceros son cosa distinta.
Me atrevo a sugerirle que ideas de este tipo sólo empiezan a parecer reales cuando decidimos creer
en ellas. La heroína, que simboliza hoy el Mal, nos sirve de perfecto ejemplo. Es un opiáceo, y el opio
fue usado como bendición de Dios por todos los médicos desde hace 4.000 años hasta hace unos
pocos.
Sus derivados son, desde luego, drogas de delicado manejo. Fíjese, con todo, que mientras fueron
legales no produjeron un sólo caso de sobredosis accidental, mientras ahora matan involuntariamente a
cientos de jóvenes cada año; y fíjese también en que mientras fueron cosas decentes, puras y baratas
sus consumidores eran gente mayor. Lanzada por la casa Bayer al mismo tiempo que la aspirina, su
otro gran descubrimiento, la heroína se recomendaba hasta para calmar los nervios y la tos de los niños
pequeños.
Querría hacerle ver, señora, que si esa sustancia resulta hoy diabólica es porque algunos venden
lucrativamente infiernos a los demás, pero también porque en alguna medida la declaramos diabólica
nosotros mismos, que no sabemos vivir sin un Satanás u otro y lo encontramos en terrenos tan neutros
como la química. La tragedia ocurre cuando alguno de nuestros hijos —en la edad más difícil, cuando
su carácter aún no se ha formado— deciden creer la fantasías de sus padres.
¿Por qué se la creen? Observe que no sólo tiene la fascinación de lo prohibido, sino una triste
aunque innegable ventaja. Obtener el estatuto de endemoniados (colgados) les libera de ese aprender
a sacrificarse y acumular para otros que marca el comienzo de la madurez, les libera de asumir
responsabilidades por los actos propios. Sin darnos cuenta, al aceptar que existiera una sustancia
capaz de anular diabólicamente la buena voluntad ofrecimos a nuestros hijos una coartada y un papel.
Coartada para la falta de virtud y papel para la falta de paradero.
Hay algo que usted sabe y parece estar olvidando constantemente. A su hijo le cuesta 20.000 pesetas
el gramo de unos polvos que —según declaraciones oficiales— tienen el 5% de lo que pretenden,
cuando mucho el 10%. ¿Podría padecer un marido o un hijo alcohólico si —por razones de precio y
pureza— sólo lograra beber al día de anís o coñac lo que cabe en un dedal de costura? Cuando le
dijera que necesitaba el dinero de la compra o el del alquiler para conseguir su dedal de licor de cada
día ¿qué le respondería? Y cuando le viera morir por beberse un centilitro de eso, ¿le echaría usted la
culpa al anís o al coñá en general?
Dentro de su penosa situación, señora, le sirve de consuelo pensar que la heroína es algún tipo de
cuerpo maléfico que basta mirar para quedar enganchado irresistiblemente. Su hijo, un pobre incauto,
quiso probar nada más y desde ese preciso instante se convirtió en víctima justificada para robar o
hasta matar, y desde luego para declararse parásito perpetuo.
Pero la heroína, que sienta casi siempre muy mal las primeras veces, no empieza a adiccionar antes
de pasar dos semanas usando un cuarto de gramo diario (si lo duda usted, pregunte a un médico
competente). E incluso entonces, la reacción de abstinencia no resulta más incómoda que una suave
gripe durante un par de días. Para adiccionarse realmente se necesitan al menos dos meses de uso
cotidiano. Por otra parte, lo más probable es que su hijo no conozca realmente la heroína, sino una
forma tosca y rebajada de morfina, rebajada tan brutalmente que para poder depender a nivel físico de
ella necesitaría casi cuatro gramos diarios, y usted sabe que no toma más de un cuarto, cuando llega a
tanto; y yo le añado que si tomase la cantidad requerida para convertirse en un verdadero adicto moriría
de inmediato por efecto del sucedáneo. Extraiga usted misma las consecuencias. El esfuerzo de las
autoridades por crear algo diabólico ha desembocado en la aparición de un ejército dirigido por
asesinos, aunque reclutado entre farsantes e ilusos, que, a cambio del estigma y el envenenamiento
con matarratas y maizena compran irresponsabilidad. El sistema vigente impone lo uno y vende lo otro.
Mientras las fuerzas del orden se desmoralizan, y mientras el estado de cosas enriquece a un grupo
creciente de personas que viven muy bien de defender, tratar o reprimir un mal inventado por la
prohibición, usted, yo y los demás cabezas de familia somos el público que paga.
¿Qué hacer? Como los Estados prefieren seguir mintiendo, sólo nos queda defender la verdad en
este asunto, tan recubierta de ignorancia e interesados mitos. La verdad, señora, es que no hay drogas
buenas y malas, sino usos sensatos e insensatos de las mismas (como pasa con las armas de fuego, la
energía nuclear y tantas otras cosas), que el uso sensato es infinitamente más probable cuando no hay
mercado negro y que la ilegalización estimula toda suerte de abusos. La verdad es que no depende
tanto de la (supuesta) heroína como de las condiciones impuestas a su consumo el que sea un vicio
pagado con una abyecta vida y una abyecta muerte. La verdad es que había mil veces menos adictosdelincuentes
cuando los médicos podían recetar opiáceos. La verdad es que curar la heroinomanía con
metadona es como curar al alcohólico de whisky con ginebra y mucha hipocresía. La verdad es que el
remedio puesto en práctica está agravando la enfermedad con ofertas de nuevos planes que son
caricaturas del más fracasado y viejo, pues la receta de aumentar los castigos —incluso aplicando el de
muerte— sólo logra encarecer aún más el producto, aumentando el negocio y consiguiendo que sea
vendido por menores de edad, únicos irresponsables a nivel penal.
Coartada
Fíjese que tampoco sirve proponer subvenciones y empleos a las personas por el mero hecho de
declararse heroinómanos. Estas medidas estimularían inmediatamente a muchos pobres, parados e
infelices a poner los medios para declararse tales, multiplicando la cantidad de personas acogidas a la
coartada y el papel de irresponsables víctimas. A usted y a mí nos queda el consuelo de pensar que el
asunto es planetario. Pero el mal de muchos no dejará de ser consuelo para tontos. Nuestros
protectores corrompen la sociedad en nombre de la salud pública, permitiendo que se venda basura a
precios astronómicos, creando cofradías draculinas que dan de comer a mangantes y criminales y
fundando una casta a quien la policía protege bajo la categoría de confidentes, aunque en privado les
llame gusanos, por aquello de hacer posible una pesca. Es esa canalla quien controla hoy el mercado
de todas las drogas ilegales.
Ya verá usted cómo en las próximas elecciones todos los partidos le piden el voto con grandes
promesas, después de apoyar hace poco en las cortes aquello que hace crónico el actual estado de
cosas. Quizás le he dicho cosas que preferiría no saber, que apartaría como fuere de su mente. Pero
me pregunto si quienes le dicen lo que querría oír no serán quienes defienden la auténtica causa de sus
desdichas.
El País, 23 de mayo de 1988