Análisis académico de la implementación de la Ley Nacional de Salud Mental en Argentina: avances, obstáculos y desafíos estructurales
1. Marco normativo y contexto histórico
La Ley Nacional de Salud Mental N.º 26.657, sancionada en 2010 y reglamentada en 2012, constituye un hito en la reforma del sistema de salud mental en Argentina. Su fundamento se inscribe en un paradigma de derechos humanos, alineado con la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (2006) y las recomendaciones internacionales que promueven la desinstitucionalización, la atención comunitaria y la plena inclusión social de las personas con padecimiento psíquico. No obstante, a más de una década de su sanción, su implementación efectiva enfrenta serias limitaciones estructurales, políticas y culturales.
Uno de los compromisos centrales de la ley era el incremento progresivo del presupuesto destinado a la salud mental, condición indispensable para garantizar la transición desde un modelo asilar hacia uno comunitario. Sin embargo, este compromiso presupuestario no se ha cumplido, lo que ha obstaculizado la creación de dispositivos alternativos, la capacitación de recursos humanos y la adecuación de los servicios existentes. Además, dado el carácter federal del sistema de salud argentino, la aplicación de la ley varía significativamente entre jurisdicciones, generando desigualdades regionales en el acceso a derechos.
2. Experiencias provinciales pioneras y el proceso de desmanicomialización
Antes incluso de la sanción de la ley nacional, algunas provincias iniciaron procesos de transformación del modelo de atención. Destacan, en este sentido, Río Negro y San Luis. En particular, Río Negro fue pionera al cerrar sus instituciones psiquiátricas de larga estadía a principios de la década de 1990, anticipando el principio de desmanicomialización —entendido no solo como el cierre físico de manicomios, sino como una transformación ética, política y técnica del abordaje del sufrimiento psíquico.
La crítica a los hospitales psiquiátricos monovalentes se fundamenta en múltiples dimensiones. En primer lugar, estos espacios históricamente han operado como instituciones de exclusión social, donde la persona se reduce a su diagnóstico, despojándola de su dimensión corporal, social y subjetiva. En segundo lugar, presentan graves deficiencias en la atención médica integral: numerosos casos documentados —especialmente en comunidades terapéuticas no reguladas para el tratamiento de consumos problemáticos— revelan muertes evitables por negligencia, ausencia de personal médico o falta de protocolos básicos. Esto evidencia que el padecimiento psíquico no existe en aislamiento; las personas tienen cuerpos que requieren cuidados médicos generales.
En contraste, el modelo propuesto por la ley promueve la integración de la salud mental en hospitales generales. Esta integración no solo garantiza una atención más holística, sino que desmonta el estigma al normalizar la presencia de la salud mental dentro del sistema sanitario común. No se trata de negar la especificidad del conocimiento psiquiátrico, sino de reubicarlo en un marco de interdisciplinariedad y proximidad comunitaria.
3. La internación involuntaria: entre la protección y el riesgo de abuso
La ley reconoce la internación como una medida extrema y excepcional, aplicable únicamente cuando exista un riesgo inminente para la integridad de la persona o de terceros. Este es el único ámbito en el sistema de salud donde se permite la privación de libertad sin consentimiento, bajo la presunción de que, en crisis aguda, la capacidad de decisión puede verse comprometida. Sin embargo, este poder conlleva un alto riesgo de arbitrariedad, como lo demuestran casos en los que familiares han utilizado la internación para controlar patrimonios o silenciar disidencias.
La normativa establece salvaguardas claras: la decisión debe ser tomada por un equipo interdisciplinario (que incluya al menos un psiquiatra o psicólogo), y debe notificarse inmediatamente al juez competente y al órgano de revisión. Este mecanismo busca evitar la judicialización previa —práctica común antes de la ley— y garantizar un control posterior que proteja los derechos fundamentales. No obstante, persiste una interpretación errónea entre profesionales, quienes afirman que “la ley prohíbe internar”, lo que refleja una falta de formación y una resistencia al cambio de paradigma.
Además, la falta de camas disponibles, especialmente en zonas urbanas centrales, y la sobrecarga de los servicios, hacen que incluso cuando la internación es legal y necesaria, no se pueda acceder a ella en tiempo y forma. Esto genera situaciones de abandono o derivaciones a instituciones lejanas, que rompen los lazos comunitarios y familiares, contraviniendo el espíritu de la ley.
4. Barreras sistémicas en la atención de crisis
Un aspecto crítico no suficientemente desarrollado en la práctica es la intervención en crisis en el territorio. La lógica comunitaria exige que el equipo de salud mental vaya al lugar donde ocurre la crisis, en lugar de exigir que la persona sea trasladada —algo que, en muchos casos, es imposible o peligroso. Sin embargo, la ausencia de equipos móviles capacitados y la falta de protocolos claros llevan a respuestas inadecuadas, como la derivación a guardias hospitalarias no preparadas o, en el peor de los casos, la intervención de fuerzas de seguridad sin formación en salud mental.
El caso de Chano Charpentier ilustra dramáticamente estas fallas: una persona con un largo historial de consumo problemático y múltiples internaciones fue baleada por un agente de seguridad durante una crisis. Este episodio podría haberse evitado con protocolos de actuación para fuerzas de seguridad —elaborados en 2014 por la Comisión Interministerial de Salud Mental pero no implementados— y con la existencia de servicios de intervención en crisis capaces de actuar oportunamente en el territorio. El hecho de que la persona hubiera pedido ayuda previamente y no hubiera recibido respuesta refleja un fracaso sistémico en la detección temprana y la contención comunitaria.
5. Formación profesional y cultura institucional
La transición hacia un modelo de salud mental basado en derechos requiere una transformación profunda de la cultura profesional. Se documentan casos en hospitales generales donde personas en crisis aguda (por ejemplo, con delirios) son ignoradas, expulsadas o tratadas como “molestias”, evidenciando una profunda falta de sensibilidad y protocolos. En uno de los relatos citados, un hombre delirante fue expulsado de una guardia hasta que, al bajar sus pantalones, generó una reacción que finalmente motivó su atención —una escena que revela cómo solo ciertos comportamientos “visibles” o “escandalosos” logran romper la indiferencia institucional.
Esta situación no responde únicamente a la mala voluntad de los profesionales, sino a una formación deficiente en enfoques comunitarios, derechos humanos y manejo de crisis. La ley, aunque breve (aproximadamente 10 páginas), contiene principios fundamentales que no han sido incorporados en los planes de estudio ni en la capacitación continua del personal de salud.
6. Estigma social, medicalización y responsabilidad comunicacional
El estigma hacia el padecimiento psíquico se manifiesta en dos tendencias opuestas pero igualmente problemáticas:
La medicalización excesiva: especialmente en la infancia, donde conductas propias del desarrollo o del malestar social son rápidamente diagnosticadas como TDAH y tratadas con psicoestimulantes como el metilfenidato (Ritalín), muchas veces sin evaluación interdisciplinaria ni consideración de factores contextuales.
La minimización del sufrimiento clínico: cuando una persona con depresión severa o ansiedad patológica recibe consejos como “salí a correr” o “leé un libro”, se niega la validez de su experiencia y se deslegitima el uso racional de psicofármacos. La psicofarmacología, cuando se emplea con criterio clínico y ético, ha sido un avance fundamental en el alivio del sufrimiento psíquico grave. Su rechazo absoluto reproduce una visión moralizante que culpa a la persona por su malestar.
La comunicación pública tiene un rol crucial en este campo. Es necesario promover una narrativa que desestigmatice, que diferencie entre malestar cotidiano y trastorno clínico, que visibilice los determinantes sociales del sufrimiento (pobreza, violencia, exclusión) y que reconozca que todos estamos expuestos a crisis emocionales en algún momento de la vida. Como señala la entrevistada, “a todos nos pasó, o a nosotros mismos hemos tenido un problema de salud mental, o conocemos a alguien”.
7. Participación social en la construcción de la ley
Contrariamente a la percepción de que la ley fue impuesta desde arriba, su génesis fue profundamente participativa y plural. Aunque fue aprobada sobre tablas en la Cámara de Diputados, en el Senado se debatió extensamente en comisiones, con la participación de múltiples actores: profesionales, usuarios, familiares, organizaciones de derechos humanos y académicos. El informe “Vidas Arrasadas” (2007), elaborado por el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) en alianza con Mental Disability Rights International, fue un catalizador clave, al documentar sistemáticamente las violaciones de derechos en instituciones psiquiátricas y exigir una reforma legal.
Este proceso dio lugar a la emergencia de nuevos sujetos colectivos: organizaciones de usuarios, redes de familiares, grupos académicos comprometidos con los derechos humanos. Estas voces, antes marginadas, se convirtieron en actores centrales en la formulación e implementación de políticas, demostrando que la reforma en salud mental no es solo técnica, sino profundamente política.
Conclusión
La Ley Nacional de Salud Mental representa un marco normativo avanzado, pero su plena vigencia sigue siendo una promesa incumplida. Los obstáculos no son meramente técnicos, sino estructurales, culturales y políticos: falta de voluntad presupuestaria, resistencias institucionales, formación deficiente, persistencia del estigma y fragmentación federal. Superarlos requiere no solo recursos, sino un compromiso ético colectivo con la dignidad de las personas en situación de sufrimiento psíquico. La verdadera desmanicomialización, como sugiere la entrevistada, debe comenzar “con nosotros mismos”: en cómo miramos, escuchamos y acompañamos a quienes atraviesan crisis, reconociéndolos como sujetos de derecho, no como objetos de control o lástima.