Enfoque Clínico e Intersubjetivo en Psicopedagogía
(Notas de Clase - 2do. año PPP - ISET. 25/09/25)
1.
Angustia, frustración y compromiso en la intervención
La angustia no es un obstáculo
en la práctica psicopedagógica, sino su condición
de posibilidad. Se
manifiesta como un nudo en el pecho, una tensión que puede desbordarse en
llanto, y surge del compromiso
genuino con el sufrimiento propio o del otro. Como señalan Arias y Novack (s. f.), el psicopedagogo no es un técnico
neutral, sino un testigo
afectivo, un “compañero de juegos,
sostén y puente”. Sin ese involucramiento subjetivo, no hay angustia… pero
tampoco hay posibilidad de transformación.
A esta angustia se suma la frustración, derivada
de la brecha entre las expectativas del profesional y lo que efectivamente
ocurre en la situación clínica. Esta tensión no debe evitarse, sino elaborarse en supervisión, ya que revela las propias identificaciones,
deseos y límites del psicopedagogo. Nevares y Galiano (2022) lo expresan con
claridad: invertir tiempo en mirar y escuchar —aunque no se obtengan respuestas
inmediatas— se convierte en una “manera habitual de actuar”. La frustración,
entonces, no es un fracaso, sino una invitación a sostener la pregunta.
2. Análisis
de los roles en la dramatización
La dramatización grupal no es un
mero ejercicio lúdico, sino un dispositivo
clínico que pone en escena las tramas
institucionales y subjetivas que atraviesan la práctica psicopedagógica.
El hecho de que en algunos
grupos no apareciera la figura del psicopedagogo —mientras que en otros emergía
vinculada a la cuestión económica— revela una crisis
de visibilidad de la
disciplina en el campo educativo.
Esto no es casual: en un
contexto marcado por la “cultura de la inmediatez” (Nevares & Galiano,
2022), la psicopedagogía clínica —que propone un tiempo de elaboración— suele
quedar marginada.
Además, el juego de roles
evidenció que ninguna
intervención es neutral. Quienes
asumieron roles docentes o parentales reprodujeron dinámicas personales, lo que
confirma que el cuerpo y
la historia del profesional son parte constitutiva de la intervención. Como afirma Alicia Fernández (citado en Arias
& Novack, s. f.), en el primer encuentro con el paciente, el psicopedagogo
no debe “hacer”, sino “escuchar-mirar
y nada más”. Pero ese escuchar-mirar ya
está atravesado por su propia subjetividad.
3. El
encuadre y la variable económica
El dinero no es un tema
marginal, sino una variable
fundamental del encuadre psicopedagógico. En un
contexto neoliberal, el honorario no solo remunera un servicio, sino que simboliza el reconocimiento del valor profesional. Negar esta dimensión —por idealización o culpa—
implica desconocer una de las condiciones estructurales del ejercicio clínico.
Como señalan Patiño, Rulli y
Yapura (2009), el encuadre no es una “jaula rígida”, sino un espacio de potencialidad psíquica que combina un “estuche” formal (horario, lugar,
honorarios) con una “matriz activa” (la escucha flotante, la asociación libre).
Los honorarios, en este sentido, no son un pago, sino un límite simbólico que sostiene la transferencia y evita la fusión o la
instrumentalización. Su ausencia genera confusiones: ¿soy un amigo, un
familiar, un técnico? El encuadre, entonces, es un acto ético que protege tanto
al paciente como al psicopedagogo.
4. El uso
del “yo” y la pérdida de objetividad
El uso reiterado del “me”, “a
mí”, “mi” por parte de adultos al referirse a las conductas del niño (“me
desordena la casa”, “me hace mal”) es un indicador
clínico clave. Revela
que el adulto ha internalizado la conducta del niño como una ofensa personal,
perdiendo la distancia necesaria para intervenir. En estos casos, el narcisismo del adulto está en juego: aunque la conducta le cause sufrimiento, también
le confiere un lugar de centralidad afectiva (“sin mí, él no puede”).
Este mecanismo inconsciente
mantiene vínculos nocivos, ya que el adulto, sin advertirlo, participa activamente en la reproducción del
problema. La intervención clínica
requiere entonces restablecer
la objetividad, ayudando
al adulto a desplazarse de la posición de víctima (“me hace esto a propósito”)
hacia una posición de acompañamiento
y sostén (“¿qué pasa con vos cuando él
hace eso?”). Como dice el docente de la cátedra en la clase: “Es como que tira
la pelota a uno, uno se corre y dice: no, yo no soy”. Esa es estrategia clínica.
5. Objeto
de trabajo del psicopedagogo
El objeto de trabajo de la
psicopedagogía no es cualquier problema psicológico, ni cualquier sujeto. Es,
específicamente, un sujeto
en situación de aprendizaje, ya sea
que logre aprender o que encuentre obstáculos en ese proceso. Este objeto
abarca desde un niño de 3 años que desarrolla nociones prenuméricas hasta un
adulto que debe rearmar su proyecto de vida tras una ruptura biográfica.
Como afirma Sara Paín
(1973/2002), el aprendizaje es “un lugar de coincidencia entre un momento
histórico, un organismo, una etapa genética de la inteligencia y un sujeto
adscrito a otras tantas estructuras teóricas”. Por eso, el trabajo
psicopedagógico es, por definición, asistencial: busca ayudar al otro en su proceso de subjetivación a través del aprendizaje. Esto no implica desinterés personal —el
psicopedagogo también desea ser reconocido—, pero su interés primario es la transformación del sufrimiento vinculado al saber.
6. Realidad
psíquica y psicohigiene
El concepto de realidad psíquica (psicoanálisis) es fundamental: lo que es real para el psiquismo es real,
independientemente de su correspondencia con la realidad objetiva. Un niño que
siente que no es querido, aunque reciba todos los bienes materiales, vive esa carencia como una experiencia verdadera.
Por ello hay que tener especial atención a las palabras en la comunicación con el niño/niña, no sólo al escuchar sino también al comunicarse con él/ella y/o sus familiares.
Esto conduce al principio de psicohigiene: la ética
del lenguaje en la presencia del niño. Nunca debe hablarse del niño como si no
estuviera presente, ni hacer bromas, ironías o juicios que el infante no puede
discriminar. Los niños pequeños no comprenden el doble sentido; toman las
palabras al pie de la letra. Por ello, cualquier comentario sobre el niño debe
hacerse incluyéndolo en la conversación o en su ausencia. Esto protege su integridad subjetiva y evita que internalice mensajes devaluantes.
7. El
espejo y la constitución del yo
El aprendizaje es un proceso especular. El niño
se constituye a partir de las imágenes que le devuelven sus figuras de apego
primario. Si el espejo le devuelve una imagen devaluada (“sos un desastre”,
“siempre igual”), el niño asumirá esa
identidad negativa.
Como señala Lacan, la primera
imagen unificada del yo surge en el estadio del
espejo, mediada por la mirada del
otro. Por eso, los mensajes verbales y no verbales de los adultos tienen un
peso constitutivo en la subjetividad infantil. Como dice Galeano (2000), citado
por Arias y Novack: “Si le niegan la boca, ella habla por las manos, o por los
ojos, o por los poros, o por donde sea” (p. 1). El cuerpo del niño habla allí
donde la palabra falla.
8. Función
paterna y transgeneracionalidad
La función paterna no se refiere al padre biológico, sino a una instancia simbólica que introduce la ley, el límite y el orden en la estructura subjetiva.
Puede ser ejercida por cualquier figura significativa, pero su ausencia o
negación tiene consecuencias clínicas.
La negación de la función
paterna —por ejemplo, al afirmar “no tiene padre” sin reconocer siquiera su
nombre— suele estar ligada a la historia no
resuelta de la madre como hija. Por ello,
los problemas del niño frecuentemente remiten a la segunda generación (abuelos), en lo que se conoce como transmisión
transgeneracional.
El juego infantil es un espacio
privilegiado para observar estas dinámicas. Como describe Melanie Klein, a
través del juego simbólico, el niño reelabora
conflictos no resueltos en la
relación con sus figuras parentales. La nena que juega a ser madre no solo
imita; recrea y transforma su propia historia.
9. Motivo
de consulta y demanda
El motivo de consulta es el relato manifiesto que presenta el consultante: “no aprende a
leer”, “es agresivo”, “no hace la tarea”. Sin embargo, este enunciado no debe
tomarse literalmente, sino como una entrada a
la problemática subyacente.
Detrás del motivo de consulta se
encuentra la demanda, que es de orden afectivo e inconsciente: una demanda de amor, reconocimiento o contención. Por ejemplo, un niño que “no aprende la letra A”
puede estar expresando que nadie lo
ve, que no existe para el otro.
La tarea del psicopedagogo no es
responder al síntoma, sino cuestionar
el motivo de consulta para
acceder a la demanda latente. Como dice Vega: “Yo la escucho, tomo nota… pero
no le creo”. No por desconfianza, sino porque sabe que el consultante es parte de la situación, no un observador neutral.
10. Síntoma
y causalidad
Atender únicamente al síntoma
(por ejemplo, enseñar la letra A) sin abordar la causa subyacente genera un desplazamiento del síntoma: reaparecerá en otro registro (conducta, otra área
del aprendizaje, somatización).
Esto se asemeja a tratar la
fiebre sin curar la infección: el alivio es momentáneo, pero la causa persiste.
Por ello, la intervención psicopedagógica debe orientarse a transformar las condiciones subjetivas e
institucionales que
sostienen el obstáculo al aprendizaje. Como afirman Nevares y Galiano (2022),
no se trata de “corregir” al niño, sino de comprender
qué dice su síntoma.
Hacia una psicopedagogía ética, política y amorosa
La práctica psicopedagógica
exige un doble movimiento: por un lado, sostener un marco teórico y técnico riguroso; por otro,
reconocer que el
instrumento principal de trabajo es la propia subjetividad del profesional. No se trata de aplicar protocolos, sino de crear
un espacio de confianza donde el sujeto pueda desplegar su singularidad.
Por eso, el análisis personal, la supervisión y la formación
continua no son complementos, sino condiciones de posibilidad de la intervención ética y efectiva. Como escriben
Arias y Novack (s. f.), “el amor es la respuesta más precisa que irrumpe frente
a cualquier nivel de complejidad” (p. 2). Este “amor” no es sentimental, sino ético: es la
apuesta por la subjetividad del otro, la creencia en su capacidad de pensar, de
desear, de transformarse.
En este marco, la psicopedagogía
se convierte en una práctica ética (responde al sufrimiento con respeto), política (resiste
la medicalización del fracaso escolar) y amorosa (apuesta por el deseo de saber). Es, en
definitiva, una práctica que cree en la
posibilidad de transformación, incluso
en los contextos más adversos.
Referencias
- Arias, P., & Novack, F. (s. f.). De cómo circula el amor.
Escenas psicopedagógicas.
- Nevares, L., & Galiano, A. (2022). Los caminos del
aprendizaje. La psicopedagogía psicoanalítica.
- Paín, S. (1973/2002). Diagnóstico y tratamiento
de los problemas de aprendizaje.
- Patiño, Y., Rulli, M. L., & Yapura, C. V. (2009). Reflexiones acerca del encuadre en la clínica psicopedagógica.
- Galeano, E. (2000). El libro de los abrazos.



