viernes, 26 de septiembre de 2025

El sujeto que aprende: entre el espejo, la palabra y el juego

 Enfoque Clínico e Intersubjetivo en Psicopedagogía
(Notas de Clase - 2do. año PPP - ISET. 25/09/25)

 


1. Angustia, frustración y compromiso en la intervención

La angustia no es un obstáculo en la práctica psicopedagógica, sino su condición de posibilidad. Se manifiesta como un nudo en el pecho, una tensión que puede desbordarse en llanto, y surge del compromiso genuino con el sufrimiento propio o del otro. Como señalan Arias y Novack (s. f.), el psicopedagogo no es un técnico neutral, sino un testigo afectivo, un “compañero de juegos, sostén y puente”. Sin ese involucramiento subjetivo, no hay angustia… pero tampoco hay posibilidad de transformación.

A esta angustia se suma la frustración, derivada de la brecha entre las expectativas del profesional y lo que efectivamente ocurre en la situación clínica. Esta tensión no debe evitarse, sino elaborarse en supervisión, ya que revela las propias identificaciones, deseos y límites del psicopedagogo. Nevares y Galiano (2022) lo expresan con claridad: invertir tiempo en mirar y escuchar —aunque no se obtengan respuestas inmediatas— se convierte en una “manera habitual de actuar”. La frustración, entonces, no es un fracaso, sino una invitación a sostener la pregunta.

 

2. Análisis de los roles en la dramatización

La dramatización grupal no es un mero ejercicio lúdico, sino un dispositivo clínico que pone en escena las tramas institucionales y subjetivas que atraviesan la práctica psicopedagógica.

El hecho de que en algunos grupos no apareciera la figura del psicopedagogo —mientras que en otros emergía vinculada a la cuestión económica— revela una crisis de visibilidad de la disciplina en el campo educativo.

Esto no es casual: en un contexto marcado por la “cultura de la inmediatez” (Nevares & Galiano, 2022), la psicopedagogía clínica —que propone un tiempo de elaboración— suele quedar marginada.

Además, el juego de roles evidenció que ninguna intervención es neutral. Quienes asumieron roles docentes o parentales reprodujeron dinámicas personales, lo que confirma que el cuerpo y la historia del profesional son parte constitutiva de la intervención. Como afirma Alicia Fernández (citado en Arias & Novack, s. f.), en el primer encuentro con el paciente, el psicopedagogo no debe “hacer”, sino “escuchar-mirar y nada más”. Pero ese escuchar-mirar ya está atravesado por su propia subjetividad.

 

3. El encuadre y la variable económica

El dinero no es un tema marginal, sino una variable fundamental del encuadre psicopedagógico. En un contexto neoliberal, el honorario no solo remunera un servicio, sino que simboliza el reconocimiento del valor profesional. Negar esta dimensión —por idealización o culpa— implica desconocer una de las condiciones estructurales del ejercicio clínico.

Como señalan Patiño, Rulli y Yapura (2009), el encuadre no es una “jaula rígida”, sino un espacio de potencialidad psíquica que combina un “estuche” formal (horario, lugar, honorarios) con una “matriz activa” (la escucha flotante, la asociación libre). Los honorarios, en este sentido, no son un pago, sino un límite simbólico que sostiene la transferencia y evita la fusión o la instrumentalización. Su ausencia genera confusiones: ¿soy un amigo, un familiar, un técnico? El encuadre, entonces, es un acto ético que protege tanto al paciente como al psicopedagogo.

 

4. El uso del “yo” y la pérdida de objetividad

El uso reiterado del “me”, “a mí”, “mi” por parte de adultos al referirse a las conductas del niño (“me desordena la casa”, “me hace mal”) es un indicador clínico clave. Revela que el adulto ha internalizado la conducta del niño como una ofensa personal, perdiendo la distancia necesaria para intervenir. En estos casos, el narcisismo del adulto está en juego: aunque la conducta le cause sufrimiento, también le confiere un lugar de centralidad afectiva (“sin mí, él no puede”).

Este mecanismo inconsciente mantiene vínculos nocivos, ya que el adulto, sin advertirlo, participa activamente en la reproducción del problema. La intervención clínica requiere entonces restablecer la objetividad, ayudando al adulto a desplazarse de la posición de víctima (“me hace esto a propósito”) hacia una posición de acompañamiento y sostén (“¿qué pasa con vos cuando él hace eso?”). Como dice el docente de la cátedra en la clase: “Es como que tira la pelota a uno, uno se corre y dice: no, yo no soy”. Esa es estrategia clínica.

 

5. Objeto de trabajo del psicopedagogo

El objeto de trabajo de la psicopedagogía no es cualquier problema psicológico, ni cualquier sujeto. Es, específicamente, un sujeto en situación de aprendizaje, ya sea que logre aprender o que encuentre obstáculos en ese proceso. Este objeto abarca desde un niño de 3 años que desarrolla nociones prenuméricas hasta un adulto que debe rearmar su proyecto de vida tras una ruptura biográfica.

Como afirma Sara Paín (1973/2002), el aprendizaje es “un lugar de coincidencia entre un momento histórico, un organismo, una etapa genética de la inteligencia y un sujeto adscrito a otras tantas estructuras teóricas”. Por eso, el trabajo psicopedagógico es, por definición, asistencial: busca ayudar al otro en su proceso de subjetivación a través del aprendizaje. Esto no implica desinterés personal —el psicopedagogo también desea ser reconocido—, pero su interés primario es la transformación del sufrimiento vinculado al saber.

 

6. Realidad psíquica y psicohigiene

El concepto de realidad psíquica (psicoanálisis) es fundamental: lo que es real para el psiquismo es real, independientemente de su correspondencia con la realidad objetiva. Un niño que siente que no es querido, aunque reciba todos los bienes materiales, vive esa carencia como una experiencia verdadera.
Por ello hay que tener especial atención a las palabras en la comunicación con el niño/niña, no sólo al escuchar sino también al comunicarse con él/ella y/o sus familiares.

Esto conduce al principio de psicohigiene: la ética del lenguaje en la presencia del niño. Nunca debe hablarse del niño como si no estuviera presente, ni hacer bromas, ironías o juicios que el infante no puede discriminar. Los niños pequeños no comprenden el doble sentido; toman las palabras al pie de la letra. Por ello, cualquier comentario sobre el niño debe hacerse incluyéndolo en la conversación o en su ausencia. Esto protege su integridad subjetiva y evita que internalice mensajes devaluantes.

 

7. El espejo y la constitución del yo

El aprendizaje es un proceso especular. El niño se constituye a partir de las imágenes que le devuelven sus figuras de apego primario. Si el espejo le devuelve una imagen devaluada (“sos un desastre”, “siempre igual”), el niño asumirá esa identidad negativa.

Como señala Lacan, la primera imagen unificada del yo surge en el estadio del espejo, mediada por la mirada del otro. Por eso, los mensajes verbales y no verbales de los adultos tienen un peso constitutivo en la subjetividad infantil. Como dice Galeano (2000), citado por Arias y Novack: “Si le niegan la boca, ella habla por las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea” (p. 1). El cuerpo del niño habla allí donde la palabra falla.

 

8. Función paterna y transgeneracionalidad

La función paterna no se refiere al padre biológico, sino a una instancia simbólica que introduce la ley, el límite y el orden en la estructura subjetiva. Puede ser ejercida por cualquier figura significativa, pero su ausencia o negación tiene consecuencias clínicas.

La negación de la función paterna —por ejemplo, al afirmar “no tiene padre” sin reconocer siquiera su nombre— suele estar ligada a la historia no resuelta de la madre como hija. Por ello, los problemas del niño frecuentemente remiten a la segunda generación (abuelos), en lo que se conoce como transmisión transgeneracional.

El juego infantil es un espacio privilegiado para observar estas dinámicas. Como describe Melanie Klein, a través del juego simbólico, el niño reelabora conflictos no resueltos en la relación con sus figuras parentales. La nena que juega a ser madre no solo imita; recrea y transforma su propia historia.

 

9. Motivo de consulta y demanda

El motivo de consulta es el relato manifiesto que presenta el consultante: “no aprende a leer”, “es agresivo”, “no hace la tarea”. Sin embargo, este enunciado no debe tomarse literalmente, sino como una entrada a la problemática subyacente.

Detrás del motivo de consulta se encuentra la demanda, que es de orden afectivo e inconsciente: una demanda de amor, reconocimiento o contención. Por ejemplo, un niño que “no aprende la letra A” puede estar expresando que nadie lo ve, que no existe para el otro.

La tarea del psicopedagogo no es responder al síntoma, sino cuestionar el motivo de consulta para acceder a la demanda latente. Como dice Vega: “Yo la escucho, tomo nota… pero no le creo”. No por desconfianza, sino porque sabe que el consultante es parte de la situación, no un observador neutral.

 

10. Síntoma y causalidad

Atender únicamente al síntoma (por ejemplo, enseñar la letra A) sin abordar la causa subyacente genera un desplazamiento del síntoma: reaparecerá en otro registro (conducta, otra área del aprendizaje, somatización).

Esto se asemeja a tratar la fiebre sin curar la infección: el alivio es momentáneo, pero la causa persiste. Por ello, la intervención psicopedagógica debe orientarse a transformar las condiciones subjetivas e institucionales que sostienen el obstáculo al aprendizaje. Como afirman Nevares y Galiano (2022), no se trata de “corregir” al niño, sino de comprender qué dice su síntoma.

 


Hacia una psicopedagogía ética, política y amorosa

 

La práctica psicopedagógica exige un doble movimiento: por un lado, sostener un marco teórico y técnico riguroso; por otro, reconocer que el instrumento principal de trabajo es la propia subjetividad del profesional. No se trata de aplicar protocolos, sino de crear un espacio de confianza donde el sujeto pueda desplegar su singularidad.

Por eso, el análisis personal, la supervisión y la formación continua no son complementos, sino condiciones de posibilidad de la intervención ética y efectiva. Como escriben Arias y Novack (s. f.), “el amor es la respuesta más precisa que irrumpe frente a cualquier nivel de complejidad” (p. 2). Este “amor” no es sentimental, sino ético: es la apuesta por la subjetividad del otro, la creencia en su capacidad de pensar, de desear, de transformarse.

En este marco, la psicopedagogía se convierte en una práctica ética (responde al sufrimiento con respeto), política (resiste la medicalización del fracaso escolar) y amorosa (apuesta por el deseo de saber). Es, en definitiva, una práctica que cree en la posibilidad de transformación, incluso en los contextos más adversos.

 

Referencias

  • Arias, P., & Novack, F. (s. f.). De cómo circula el amor. Escenas psicopedagógicas.
  • Nevares, L., & Galiano, A. (2022). Los caminos del aprendizaje. La psicopedagogía psicoanalítica.
  • Paín, S. (1973/2002). Diagnóstico y tratamiento de los problemas de aprendizaje.
  • Patiño, Y., Rulli, M. L., & Yapura, C. V. (2009). Reflexiones acerca del encuadre en la clínica psicopedagógica.
  • Galeano, E. (2000). El libro de los abrazos.

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