sábado, 15 de noviembre de 2025

Hacia una psicopedagogía situada, ética y transformadora:

Notas para una práctica comprometida en contextos de vulnerabilidad estructural

La psicopedagogía, como campo de saber y práctica, se encuentra en un cruce epistémico y político que exige hoy más que nunca una definición de sus bordes éticos. Frente a la medicalización creciente del aprendizaje, la burocratización de la intervención y la reducción del sujeto a un conjunto de indicadores estandarizados, emerge con fuerza una corriente crítica que no se define por lo que rechaza, sino por lo que sostiene: una psicopedagogía situada, que se niega a operar en el vacío y que asume, sin concesiones, que el aprendizaje no es un fenómeno individual, sino un acontecimiento relacional, histórico y material.

Esta corriente no se funda en una teoría única, sino en una ética de la coherencia: la exigencia de que la práctica profesional dialogue, sin fisuras, con un compromiso social explícito —especialmente con aquellos sectores que han sido, sistemáticamente, dejados fuera de las promesas de la escolarización y del ascenso social. No se trata de una “psicopedagogía social” como adjetivo decorativo, sino de una posición epistemológica que entiende que toda intervención clínica o institucional está atravesada por desigualdades estructurales. En este marco, el fracaso escolar no es un síntoma del sujeto, sino un efecto del sistema: una señal de alerta sobre la ausencia de políticas integrales en educación, salud, vivienda y trabajo —una fractura social que se materializa, tarde o temprano, en el cuerpo del niño que no puede sostener la atención, en la palabra que no se escribe, en el deseo que no se formula.

El psicopedagogo que encarna esta perspectiva no se limita a “corregir dificultades”. Su tarea comienza antes: en el interrogante que dirige a las propias prácticas, a las rutinas institucionales, a las teorías que se aplican sin cuestionamiento. Aquí cobra centralidad una noción fundamental: la desidia profesional, entendida no como negligencia ocasional, sino como una forma de negación activa del pensamiento —una “fiaca intelectual”, como se la ha denominado, que se escuda en la sobrecarga o en la demanda externa para justificar la reproducción de dispositivos obsoletos. Frente a ello, la psicopedagogía crítica propone una triple exigencia:

  1. Desnaturalizar las prácticas universalizadas que se aplican sin considerar el contexto histórico, cultural y subjetivo del sujeto en situación de aprendizaje;
  2. Reclamar la coherencia entre teoría y práctica, entendiendo que una intervención sin sustento conceptual es mera improvisación, y una teoría sin anclaje en la realidad es mero formalismo;
  3. Reinstalar al docente —y al propio psicopedagogo— como sujeto pensante, capaz de dudar, de revisar, de elaborar, de sentirse interpelado por la clínica, por la supervisión, por el análisis personal.


Este posicionamiento lleva necesariamente a una redefinición del dispositivo psicopedagógico. Ya no basta con el gabinete, por acogedor que sea. La intervención debe salir al territorio: a la escuela, al barrio, a la casa, a la plaza. Allí donde se teje la cotidianidad, donde se construye la supervivencia con creatividad y dolor, donde se heredan —y a veces se resisten— representaciones sobre el futuro, la escuela, el trabajo, la escritura. Para eso, se requieren herramientas que no solo evalúen, sino que escuchen: entrevistas profundas, encuestas reflexivas, talleres comunitarios sobre la familia, la vida y la escuela —espacios donde las palabras no sirvan para diagnosticar, sino para nombrar, y desde allí, reconfigurar.

Crucialmente, esta psicopedagogía rechaza el aislamiento disciplinar. Entiende que las problemáticas del aprendizaje no son cognitivas, sino complejas: entrelazan lo psíquico, lo corporal, lo social, lo histórico. Por ello, exige una articulación real —no formal— con otros campos: salud mental, trabajo social, desarrollo local, derecho de familia, políticas de primera infancia. Una niña que no puede concentrarse no está necesariamente “disfuncional”; puede estar atravesando inseguridad alimentaria, violencia doméstica, duelo no elaborado, o la ausencia de un adulto que le sostenga la mirada con esperanza. Ignorar eso no es neutralidad técnica: es complicidad con la fragmentación del sujeto.

Y aquí emerge un eje central, tal vez el más radical: la apuesta por la autonomización material como condición de posibilidad de la subjetividad. No se trata de promover el “empoderamiento” como discurso vacío, sino de crear condiciones reales para que las personas —niños, adolescentes, familias— puedan proyectar un futuro distinto. Eso implica pensar prácticas económicas autogestivas: talleres productivos, huertas comunitarias, oficios valorizados, emprendimientos locales articulados con redes de comercialización justa. Porque mientras la dignidad no tenga un anclaje material —un ingreso, un oficio reconocido, un lugar en la economía local—, cualquier intervención educativa corre el riesgo de convertirse en un ejercicio de consuelo simbólico.

En esta perspectiva, la dignidad no es un valor abstracto, ni una aspiración moral: es un principio operativo. Se nutre del concepto heideggeriano de cuidado (Sorge): una manera de estar en el mundo que no instrumentaliza al otro, que no lo reduce a un caso, que no lo mide por su productividad cognitiva. Es reconocer, en el niño que no lee, en el adolescente que abandona, en el docente agotado, una presencia irreductible, un derecho a ser pensado en su totalidad. Y la coherencia es el camino: la exigencia de que, si se habla de justicia, se actúe en consecuencia; si se denuncia la desidia, se evite reproducirla; si se cree en la transformación, se comience por la propia práctica.

Esta psicopedagogía no promete soluciones rápidas. No ofrece protocolos infalibles. Ofrece, en cambio, algo más valioso: una posición ética. Una manera de estar en la escuela, en la clínica, en la universidad, en el barrio, que no se resigna a administrar el fracaso, sino que se compromete —con rigor, con afecto, con humildad crítica— a desarmar sus condiciones de posibilidad. No para “salvar” al otro, sino para acompañar su emergencia como sujeto.




Y en contextos como el Chaco —donde los índices de alfabetización inicial son los más bajos del país, donde la esperanza parece haberse vuelto un bien escaso—, esta psicopedagogía no es una opción teórica: es una necesidad urgente. Porque alfabetizar no es solo enseñar letras. Es abrir una puerta al lenguaje, sí —pero también al deseo, a la crítica, a la posibilidad de imaginar que otro mundo no solo es posible, sino necesario.

Y eso, en última instancia, es lo que define 

a una práctica verdaderamente psicopedagógica:
no la corrección del error,
sino la defensa del posible.

 Lic. Héctor Rubén Vega