Notas para una práctica comprometida en contextos de vulnerabilidad estructural
La
psicopedagogía, como campo de saber y práctica, se encuentra en un cruce
epistémico y político que exige hoy más que nunca una definición de sus bordes
éticos. Frente a la medicalización creciente del aprendizaje, la
burocratización de la intervención y la reducción del sujeto a un conjunto de
indicadores estandarizados, emerge con fuerza una corriente crítica que no se
define por lo que rechaza, sino por lo que sostiene: una psicopedagogía
situada, que se niega a operar en el vacío y que asume, sin concesiones, que el
aprendizaje no es un fenómeno individual, sino un acontecimiento relacional,
histórico y material.
Esta
corriente no se funda en una teoría única, sino en una ética de la
coherencia: la exigencia de que la práctica profesional dialogue, sin
fisuras, con un compromiso social explícito —especialmente con aquellos
sectores que han sido, sistemáticamente, dejados fuera de las promesas de la
escolarización y del ascenso social. No se trata de una “psicopedagogía social” como adjetivo
decorativo, sino de una posición epistemológica que entiende que toda
intervención clínica o institucional está atravesada por desigualdades
estructurales. En este marco, el fracaso escolar no es un síntoma del sujeto,
sino un efecto del sistema: una señal de alerta sobre la ausencia de
políticas integrales en educación, salud, vivienda y trabajo —una fractura
social que se materializa, tarde o temprano, en el cuerpo del niño que no puede
sostener la atención, en la palabra que no se escribe, en el deseo que no se
formula.
El
psicopedagogo que encarna esta perspectiva no se limita a “corregir
dificultades”. Su tarea comienza antes: en el interrogante que dirige a
las propias prácticas, a las rutinas institucionales, a las teorías que se
aplican sin cuestionamiento. Aquí cobra centralidad una noción fundamental: la desidia
profesional, entendida no como negligencia ocasional, sino como una forma de negación
activa del pensamiento —una “fiaca intelectual”, como se la ha denominado,
que se escuda en la sobrecarga o en la demanda externa para justificar la
reproducción de dispositivos obsoletos. Frente a ello, la psicopedagogía
crítica propone una triple exigencia:
- Desnaturalizar
las prácticas universalizadas que se aplican sin considerar el contexto
histórico, cultural y subjetivo del sujeto en situación de aprendizaje;
- Reclamar
la coherencia entre teoría y práctica, entendiendo que una intervención
sin sustento conceptual es mera improvisación, y una teoría sin anclaje en
la realidad es mero formalismo;
- Reinstalar
al docente —y al propio psicopedagogo— como sujeto pensante, capaz de
dudar, de revisar, de elaborar, de sentirse interpelado por la clínica,
por la supervisión, por el análisis personal.
Este
posicionamiento lleva necesariamente a una redefinición del dispositivo
psicopedagógico. Ya no basta con el gabinete, por acogedor que sea. La
intervención debe salir al territorio: a la escuela, al barrio, a la casa, a la
plaza. Allí donde se teje la cotidianidad, donde se construye la supervivencia
con creatividad y dolor, donde se heredan —y a veces se resisten—
representaciones sobre el futuro, la escuela, el trabajo, la escritura. Para
eso, se requieren herramientas que no solo evalúen, sino que escuchen:
entrevistas profundas, encuestas reflexivas, talleres comunitarios sobre la
familia, la vida y la escuela —espacios donde las palabras no sirvan para
diagnosticar, sino para nombrar, y desde allí, reconfigurar.
Crucialmente,
esta psicopedagogía rechaza el aislamiento disciplinar. Entiende que las
problemáticas del aprendizaje no son cognitivas, sino complejas:
entrelazan lo psíquico, lo corporal, lo social, lo histórico. Por ello, exige
una articulación real —no formal— con otros campos: salud mental, trabajo
social, desarrollo local, derecho de familia, políticas de primera infancia.
Una niña que no puede concentrarse no está necesariamente “disfuncional”; puede
estar atravesando inseguridad alimentaria, violencia doméstica, duelo no
elaborado, o la ausencia de un adulto que le sostenga la mirada con esperanza.
Ignorar eso no es neutralidad técnica: es complicidad con la fragmentación del
sujeto.
Y
aquí emerge un eje central, tal vez el más radical: la apuesta por la
autonomización material como condición de posibilidad de la subjetividad. No se
trata de promover el “empoderamiento” como discurso vacío, sino de crear
condiciones reales para que las personas —niños, adolescentes, familias— puedan
proyectar un futuro distinto. Eso implica pensar prácticas económicas
autogestivas: talleres productivos, huertas comunitarias, oficios valorizados,
emprendimientos locales articulados con redes de comercialización justa. Porque
mientras la dignidad no tenga un anclaje material —un ingreso, un oficio
reconocido, un lugar en la economía local—, cualquier intervención educativa
corre el riesgo de convertirse en un ejercicio de consuelo simbólico.
En
esta perspectiva, la dignidad no es un valor abstracto, ni una aspiración
moral: es un principio operativo. Se nutre del concepto heideggeriano de
cuidado (Sorge): una manera de estar en el mundo que no
instrumentaliza al otro, que no lo reduce a un caso, que no lo mide por su
productividad cognitiva. Es reconocer, en el niño que no lee, en el adolescente
que abandona, en el docente agotado, una presencia irreductible, un
derecho a ser pensado en su totalidad. Y la coherencia es el camino: la
exigencia de que, si se habla de justicia, se actúe en consecuencia; si se
denuncia la desidia, se evite reproducirla; si se cree en la transformación, se
comience por la propia práctica.
Esta
psicopedagogía no promete soluciones rápidas. No ofrece protocolos infalibles.
Ofrece, en cambio, algo más valioso: una posición ética. Una manera de
estar en la escuela, en la clínica, en la universidad, en el barrio, que no se
resigna a administrar el fracaso, sino que se compromete —con rigor, con
afecto, con humildad crítica— a desarmar sus condiciones de posibilidad. No
para “salvar” al otro, sino para acompañar su emergencia como sujeto.
Y en contextos como el Chaco —donde los índices de alfabetización inicial son los más bajos del país, donde la esperanza parece haberse vuelto un bien escaso—, esta psicopedagogía no es una opción teórica: es una necesidad urgente. Porque alfabetizar no es solo enseñar letras. Es abrir una puerta al lenguaje, sí —pero también al deseo, a la crítica, a la posibilidad de imaginar que otro mundo no solo es posible, sino necesario.
Y eso, en última instancia, es lo que define
a una práctica verdaderamente
psicopedagógica:
no la corrección del error,
sino la defensa del posible.

